Toda organización de izquierdas que se precie tiene como objetivo una salida progresista a la crisis. IU ha sostenido en su propaganda y en sus documentos que hay una salida progresista a la crisis.
La última declaración conjunta de CCOO y UGT de análisis y propuestas tras la huelga general es un compendio de medidas progresistas para enfrentar la crisis, con un título expresivo: “Recuperar derechos y defender el estado social”. Hasta el gobierno del PSOE, antes de quitarse la careta en mayo, hablaba de una política para remontar la crisis sin regresión del estado del bienestar.
En este afán no hay nada de sorprendente: es lo menos que puede decirse en una situación tan desoladora, donde los ataques a las condiciones de vida de la inmensa mayoría son continuos. Sin embargo, quisiera hacer algunos comentarios para aclarar lo que entiendo por eso de “la salida progresista a la crisis” y la coherencia política y económica que tal demanda lleva consigo.
Mi propósito es demostrar que no hay salida progresista sino únicamente un futuro traumático, convulso, propenso a conmociones. Esto para la izquierda implica prepararse para cambios sustantivos que no sólo han de romper con los dogmas neoliberales sino también con la lógica del capitalismo.
Algunos criterios para la salida progresistaUna salida progresista debiera ocuparse, en primer lugar, de amortiguar los daños más dolorosos y desgarradores de la crisis, y entre ellos destaca el paro. Pero justamente esta crisis es sinónimo de paro, por lo que éste no puede tener remedio al margen de la resolución de la propia crisis. Sólo una medida exógena, de carácter político, tendría efectos notables sobre el paro.
Sin embargo, paradójicamente, en las propuestas de salida progresista de la crisis no se encuentra.Me refiero a una medida como la reducción drástica de la jornada laboral que, con todas las dificultades de aplicación y efectos desiguales por sectores y actividades económicos, implicaría nuevos puestos de trabajo.
En buena lógica, el lema “trabajar menos para trabajar todos” adquiere en estos momentos de paro masivo y perspectivas oscuras su máxima vigencia, tanto más cuanto que la cuestión salarial que se liga siempre con la reducción de jornada está disipándose con la reducción de los salarios, como en el caso directo y contundente de los funcionarios. Es el momento de hablar de salarios y jornada en todos los ámbitos del debate y la negociación. Y resulta extraño que una reivindicación histórica como las 35 horas semanales haya desaparecido justo cuando más necesaria es y más inexorable parece.
La protección a los parados es, sin discusión, un aspecto ineludible de toda salida progresista. Nadie puede estar condenado al desempleo y al mismo tiempo a no disponer de unos ingresos mínimos para hacer frente a las necesidades vitales esenciales. Las prestaciones por paro se agotan y las subvenciones no están garantizadas. He aquí un terreno donde el combate está más que legitimado y donde se contará con amplias bases para la lucha, pues son y serán millones los afectados, que por necesidad estarán dispuestos a ella si se les proporciona los cauces organizativos adecuados.
Por la naturaleza de la crisis en nuestro país, el impago de las hipotecas está llevando a cientos de miles de familias a ser desahuciadas. No puede ser. Toda salida progresista debe incluir propuestas de acción para impedir los desahucios.
Y, asimismo, la crisis inmobiliaria, fruto de tantos desmanes y explotación, ha puesto sobre el tapete la exigencia de revisión de la naturaleza jurídica de los préstamos hipotecario que, como créditos personales, ahora impiden liberar a los atrapados de sus cargas y los ligan casi de por vida a ellas, a veces hasta a sus herederos y eso después de haber perdido la propiedad de sus viviendas.
En positivo, una salida progresista implica reforzar las funciones redistributivas del sector público y de atención a los servicios públicos, con las pensiones y las prestaciones a los parados a la cabeza, en el caso de las primeras, y la sanidad y la enseñanza, en el caso de la segundas.
Otras muchas reivindicaciones pueden levantarse, como pueden ser los gastos para atender las discapacidades de todo tipo y las situaciones de dependencia, al punto de que, siendo tan raquítico el estado del bienestar en nuestro país en comparación con los países más avanzados de Europa, medido por el porcentaje de los gastos sociales públicos en relación con el PIB, el terreno para avanzar es enorme y podría constituir un campo idóneo para fomentar el progresismo de la salida a la crisis.
El mundo laboral lleva muchos años degradado y su descomposición se ha agravado con la crisis. La última reforma laboral ha supuesto una bomba muy destructiva de las relaciones laborales, aparte de sus consecuencias en las facilidades y abaratamiento del despido. La enorme precariedad constituye un terreno abonado para toda ofensiva contra los trabajadores y es necesario acabar con ella como condición indispensable para recomponer la fuerza y capacidad de negociación de los trabajadores y los sindicatos.
Los salarios se reducen a ojos vistas y, además de fomentar una creciente desigualdad social, son un factor que está profundizando la depresión económica. Este es otro campo, todo lo relacionado con los derechos y las condiciones laborales, en que la salida progresista tiene tajo en que ocuparse.
No se escapa a nadie que todo intento de hacer una sociedad menos desigual y mejor atendida en sus servicios básicos pasa por procurarse un sistema fiscal más justo, con más poder recaudatorio y donde se combata el fraude. La regresión sufrida por el sistema fiscal español es notoria: de ahí que toda salida progresista tenga en la fiscalidad un filón inexplorado para ahondar.
Como la crisis ha puesto de manifiesto, habrá que ampliar las posibilidades de intervención y regulación del Estado para impedir que en el futuro sucedan acontecimientos equivalentes a los que se sufren ahora. Surge así la necesidad, cuando se plantea la salida progresista, de impulsar una banca pública capaz de atender las necesidades de financiación de empresas y actividades viables, liberándolas de las garras del sistema bancario privado, que debe someterse a controles y restricciones que eviten crisis financieras como la actual.
El tema de las nacionalizaciones de aquellos sectores que por su papel estratégico en el funcionamiento de la economía están en condiciones de chantajear al Estado y a la sociedad no puede estar ausente de toda salida progresista, y el sistema financiero ocupa un lugar preeminente a este respecto.
Cabría añadir que la sociedad en su conjunto debiera adquirir los instrumentos y los resortes necesarios para poder instrumentar una política económica e impulsar un modelo económico distinto del que ha dejado descarnadamente al descubierto esta crisis.
En suma, una salida progresista a la crisis es aquella que permitiría mejorar el estado del bienestar, fortalecer los derechos laborales y la capacidad de negociación de los trabajadores, reducir las desigualdades económicas y sociales, y potenciar los recursos e instrumentos del Estado para conducir a la sociedad por derroteros distintos a los que nos han conducido a esta crisis pavorosa.
Todo lo anterior rezuma sensatez y, con los matices y añadidos que se crean necesarios para afrontar otros aspectos de la crisis o corregir otros daños graves colaterales de la situación -como son los de la sostenibilidad ecológica o la regresión en la igualdad y liberación de la mujer, la necesidad de acotar la desaforada especulación financiera con algún impuesto, la exigencia de combatir los paraísos fiscales de manera contundente- se tendrían los criterios fundamentales para pergeñar un programa ampliamente compartido por toda la izquierda. Ningún debate sobre todo esto está cerrado pero, en general, puede lograrse un acuerdo sobre las líneas básicas de las reivindicaciones a proponer y los objetivos por los que luchar.
Sobre la coherencia política.
Sí, y digo luchar, entrando en lo que es esencial en este asunto de la salida progresista. Sin tener que exaltar principios ideológicos conocidos y experimentados, y sin tener que esforzarse en resaltar como la crisis está exacerbando las tensiones sociales, toda la izquierda estará de acuerdo en que será la lucha y sus resultados lo que determinará el progresismo con que se pueda resolver la crisis.
Tanto es así que cabría establecer una relación bastante estrecha entre el grado de progresismo con que se quiere resolver la crisis y el precio en términos de lucha que costaría, la factura de organización y movilización que hay que pagar. Para muchos avances, mucha lucha.
Para cosas modestas, menos, pero también bastante lucha, porque en ausencia de ésta, dada la relación actual de fuerza entre las clases y los vientos desencadenados, se producirán retrocesos. La lucha, pues, para resistir o para avanzar, es el complemento imprescindible de toda oferta política que se haga sobre la salida progresista a la crisis.
Todos los llamamientos, las propuestas, la propaganda que se haga sobre la salida progresista, si no van acompañadas de un proyecto político de cómo reforzar ideológica y organizativamente a la izquierda, de cómo unirla y hacerla confluir, son un brindis al sol.
Surge muchas veces una competición entre la fuerzas de la izquierda por radicalizar sus propuestas para salir de la crisis, al punto que se pierde de vista que las batallas políticas no se ganan sobre el papel sino sobre la realidad social.
Una guerra virtual programática es ridícula cuando los objetivos que se proponen son inalcanzables y se olvidan las palancas para ejercer la fuerza que los hagan posibles.
Cabe entender el radicalismo como un aspecto necesario de la propaganda e, incluso, de la agitación para expresar el proyecto social que cada fuerza política tiene y la distingue de los demás, pero hay que evitar utilizar los programas como armas arrojadizas para dividir artificialmente la izquierda cuando tanto terreno ideológico y material nos ha sido arrebatado por la derecha.
Unas pinceladas sobre la revolución, el socialismo, el socialismo libertario,… bastan para entender el ideario de las fuerzas políticas pero no conviene construir la sociedad del futuro con un radicalismo verbal inútil, surgido de la impaciencia y con base en la imaginación.
Sobre la realidad económica
Y, en efecto, no acaban aquí los problemas relacionados con la salida progresista a la crisis. Es preciso comprender la realidad económica de nuestro país, inserto en la globalización capitalista, abierto de par en par, sin frontera alguna protectora y con un Estado sin resortes ni instrumentos para imponer una política económica propia, tras las importantes cesiones de soberanía que tuvieron lugar con la integración en el euro.
Hay que destacar su debilidad competitiva por factores históricos y recientes. Los problemas acumulados -endeudamiento de todos los agentes económicos y déficit público descontrolado-; el contexto en que ha de resolverse la crisis -una crisis financiera internacional no resuelta y pendiente de nuevas sacudidas, una Europa desgarrada, una moneda única insostenible por los desequilibrios que ha causado-; las presiones existentes -de los mercados financieros, las instituciones internacionales y los gobiernos ajenos preocupados por la inestabilidad que se puede transmitir y los agujeros financieros que puede originar un país como el nuestro, relevante por su dimensión a escala europea-; un sistema crediticio en convulsión y con problemas de solvencia y liquidez casi irresolubles; una economía que ha sufrido un estallido inmobiliario. En fin, un caso claro de siniestro total.
Este conjunto de hechos condiciona de tal modo y restringe de manera tan acusada las posibilidades de afrontar la crisis que ésta ha dejado de ser una cuestión interna, aséptica y pura de lucha de clases en nuestra sociedad para convertirse en un verdadero atolladero de carácter histórico.
Hay que reconocer que la creación de situaciones como ésta, inmanejables y con contradicciones graves cualquiera que sea la opción que se adopte, es una de las victorias del neoliberalismo: haber maniatado a los países, dejándoles inermes y conduciéndoles a un callejón sin salida, donde la alternativa en apariencia menos traumática y más lógica es seguir aplicando el dogmatismo neoliberal.
Eso sí, en dosis crecientes. Se ha creado un orden, desorden queremos decir, en el que muchas veces la lucha deja de tener sentido porque las mejoras que puedan conseguirse llevan aparejados efectos tan contraproducente que las hacen discutibles.
Las mejoras salariales implican pérdidas de competitividad que, en economías sin protección alguna, implican pérdidas de empleo. Mejoras de los gastos sociales aumentan el déficit público, lo que ocasiona desconfianza de los mercados y elevaciones de los tipos de interés a satisfacer con perjuicios de todo tipo. Avance fiscales progresistas inducen a salidas de capitales que estremecen a las instituciones crediticias y los Gobiernos. Los ejemplos pueden extenderse, al punto de que realmente estamos en un “impasse”, que aprovecha a fondo la derecha.
El necesario afirmar, y está en la conclusión que pretendo destacar, que, en la actualidad y con los problemas vigentes, en el marco de la globalización neoliberal y en el contexto de la unión monetaria, no hay salida progresista a la crisis. El giro emprendido por el Gobierno Zapatero no se debe a su perversidad, sino a la imposibilidad de preservar el estado de bienestar existente en el marco y las condiciones actuales.
Reconocido lo cual, no le exime de responsabilidades en cuanto a la situación generada, la confusión creada, los engaños cometidos y las falsas respuestas a los problemas surgidos, como la última reforma laboral, tan inútil para crear empleo como destructiva para los derechos laborales.
La hora de la verdad
Una afirmación tan rotunda requiere de una aclaración inmediata: decir que no hay salida progresista no es lo mismo que decir que las cosas deben continuar como están. La crisis tiene tal naturaleza y tales raíces que no es posible diseñar una política que la supere, pero siempre hay márgenes para introducir cambios que, sin ser solución, mejoren muchos aspectos de una situación social y económica tan degradada.
Cabe combatir el fraude fiscal, caben reformas fiscales que mejoren la progresividad del sistema, caben subidas de pensiones mínimas, caben, caben muchos cambios que, sin modificar el fondo de la situación, harían menos angustiosa la situación para muchos. De ahí, la necesidad de la lucha a la que hemos hecho referencia.
Sin embargo el fondo de la cuestión es irresoluble. El país está en una posición de quiebra. Aparte de las deudas que las instituciones públicas y los sectores privados tienen, desde las modestas economías domésticas hipotecadas hasta ayuntamientos como el de Madrid, la economía española con respecto al exterior mantiene una posición deudora tan brutal que simplemente no es ni sostenible ni pagable.
Recuerda tal veredicto al que se dio al Tercer Mundo cuando se llegó a la conclusión de que los países no podían hacer frente a las cargas de su deuda externa y terminaron en las garras del FMI y sus planes de ajuste estructural. Igual ocurre ahora a nuestro país, sólo que en una dimensión disparatada, propia de la hipertrofia financiera que ha sufrido el capitalismo y, en particular, los países del euro, que creían haber descubierto un medio taumatúrgico para endeudarse indefinidamente.
Todos los días hay que afirmar que España no es Grecia o Irlanda, ambos países ya bajo la tutela del FMI, que tampoco es Portugal…. Mientras, la situación se va degradando, mostrando cada vez más descarnadamente que es imposible evitar una debacle financiera. No pasará mucho tiempo antes de que cualquier acontecimiento prenda la chispa que haga explotar el depósito sobrecargado de la deuda externa.
Es preciso comprender, pues, que la sociedad española está abocada a sufrir una catástrofe económica de muy gravísimas consecuencias. El cerco se está cerrando, el tiempo se acorta y los problemas se agravan. Por acotar plazos, puede decirse que el tsunami ya se ha desatado y lo único que queda por saber es el tiempo que tardará en llegar a la costa, la altura de las olas y cuáles serán sus efectos destructivos.
El desastre está garantizado, solo queda saber la envergadura que tendrá y los caminos por los que se recompondrá la sociedad española. Incógnitas hay muchas y las alternativas la determinará de modo decisivo la política o, lo que es lo mismo, la lucha de clases. De esta previsión surgen unas tareas ingentes para la izquierda, tanto más cuanto que parte de una situación muy débil en todos los sentidos.
Reforma o ruptura
El viejo dilema de la transición, reforma o ruptura, vuelve a aparecer determinado ahora por la crisis económica en lugar de por la muerte del dictador. Traducido a las alternativas políticas, la concepción de que hay una salida progresista a la crisis lleva a perfilar unas posiciones que hacen hincapié en la lucha contra el neoliberalismo.
Sectores importantes de la izquierda se encuentran cómodos definiéndose como anti neoliberales, en una posición que se enmarca en el reformismo, que trata de combatir los aspectos más repudiables del capitalismo pero que no plantea superarlo.
Si la conclusión de que no hay salida progresista a la crisis es válida, que no hay márgenes para políticas reformistas, la consecuencia es que el anti neoliberalismo tendrá que trascender a una posición anticapitalista. No se trata de una cuestión semántica, antineoliberalismo frente a anticapitalismo, sino de un tema de fondo, que habrá de irse clarificando en los próximos tiempos y posiblemente con más urgencia de la que se piensa.
Por supuesto, en la necesaria convergencia y reforzamiento de la izquierda, la unidad puede y debe prevalecer, pues el estadio de la lucha en que nos encontramos y siendo tan arduo el camino a recorrer hay que marchar unidos, dejando que sea la realidad y las experiencias las que configuren el carácter de la izquierda nueva que ha de surgir de la crisis.
Un ejemplo final y reciente aclara lo que trato de explicar. En la huelga general del 29 de septiembre se comprometió toda la izquierda, al margen del radicalismo de posiciones, y su éxito estuvo determinado justo por la confluencia y la unidad de acción de muchas organizaciones y movimientos. Sin embargo, a la movilización le faltó el carácter político y rupturista que la situación reclama.
En la última fiesta del PCE, en los días previos a la huelga general, en el mitin en el que participaban los secretarios generales de CCOO, UGT y el PCE, junto con el Coordinador General de IU, después de un análisis muy crítico de la situación, proponían cambios en el sentido de combatir la versión más cruda del neoliberalismo que en esos momentos había puesto en marcha el PSOE.
Pero, sorprendentemente, ninguno de los intervinientes que denunciaban con tal clarividencia la desolación que recorre al país y principalmente a los trabajadores y a sectores sociales más débiles, provocada por un sistema que históricamente empieza a mostrar todos los síntomas de senilidad, agotamiento y perversión, no citaron en ningún momento la palabra socialismo.
Tantos años resaltando las contradicciones, la injusticia y la violencia del sistema capitalista y cuando éste se declara en bancarrota se nos ha olvidado la alternativa del socialismo. El enorme retraso que delata este olvido hay que recuperarlo si no queremos que la barbarie nos muestre su rostro más siniestro y terrorífico.
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